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El Otro Manuel

 En un rincón apartado de la vereda San Gabriel, a las faldas de las montañas, vivía Manuel García. Era un hombre sencillo, callado, con la piel curtida por el sol y las manos endurecidas por el trabajo diario. La finca que heredó de su padre lo mantenía ocupado desde antes de salir el sol, cultivando café en esas tierras agrestes que parecían tan ingratas como las manos del mismo Manuel.


Pero había algo en él que lo inquietaba desde hacía años. No era el trabajo, ni el sudor diario; era un malestar profundo que lo acosaba, una sombra en su mente. Las noches se hacían largas en su modesta casa de adobe y tejas, y su único consuelo era la compañía del silencio. Sin embargo, no podía escapar de la sensación de que algo lo acechaba, algo cercano pero invisible.


Una tarde, mientras labraba la tierra con su azadón, Manuel divisó a lo lejos una figura que le resultaba extrañamente familiar. Pensó que era un vecino o un conocido que venía a saludar, pero a medida que la figura se acercaba, el aire se fue tornando denso, pesado, como si el calor del mediodía se fundiera con la inquietud que le oprimía el pecho. Cuando finalmente estuvo lo suficientemente cerca para verlo con claridad, Manuel sintió un golpe en el corazón: el hombre frente a él era su propia imagen, su propio reflejo hecho carne.


El otro Manuel, idéntico en todo aspecto, lo miraba con una sonrisa extraña, como si supiera algo que él ignoraba. Manuel, incrédulo, dejó caer el azadón y retrocedió unos pasos.


—¿Quién eres? —preguntó con voz áspera.


—Soy tú —respondió el otro, tranquilo, con un tono que destilaba una naturalidad perturbadora.


Manuel tembló. El sol, alto en el cielo, parecía observarlo con una mueca irónica, y los pájaros dejaron de cantar. Sin entender cómo, sabía que ese hombre no era una ilusión, ni un sueño. Era él mismo, pero no lo era. Era su reflejo, pero uno que no pertenecía al espejo.


El doble de Manuel se quedó en la vereda, cerca de la finca, y empezó a hacer lo que Manuel hacía: trabajar la tierra, caminar por las mismas rutas, hasta conversar con los campesinos de la región como si fuera él mismo. Al principio, Manuel no entendía cómo los otros no notaban nada extraño. ¿Acaso no se daban cuenta de que había dos Manuels? Pero poco a poco se dio cuenta de que nadie parecía advertir la duplicidad, salvo él.


Las cosas comenzaron a ir mal. La producción de café, que ya de por sí era escasa, empezó a decaer. El grano no maduraba igual, las matas secaban más rápido, y Manuel sentía que la tierra lo rechazaba, como si le reclamara por su propio reflejo que ahora competía con él. El otro Manuel parecía prosperar en todo lo que hacía. Las conversaciones que antes sostenía con los vecinos, se las robaba el otro. Incluso su perro, su fiel compañero, prefería al extraño.


Una mañana, incapaz de soportar más esa vida paralela, Manuel fue en busca de su doble. Lo encontró bajo el roble grande, el mismo árbol donde solía sentarse a descansar después de un día largo. El otro Manuel lo miró con esa sonrisa que tanto lo atormentaba.


—No me puedes reemplazar —le espetó Manuel, furioso, con los puños cerrados.

El doble soltó una carcajada seca, sin apartar la vista de él.


—Ya lo he hecho —dijo sin más.


Esa tarde, los campesinos de la vereda vieron a Manuel García corriendo hacia el monte, gritando como loco, sus manos agitándose en el aire como si intentara espantar fantasmas. Nadie lo vio regresar esa noche.


Pasaron días, semanas. La vida en la finca continuó bajo la mano del otro Manuel, aquel que parecía haberse asentado sin dificultad. Nadie mencionaba al original, como si se hubiera desvanecido en el aire, absorbido por las montañas. El nuevo Manuel trabajaba con eficiencia, hablaba más, se relacionaba con la gente del pueblo con una soltura que el antiguo Manuel jamás tuvo. Pero aquellos que alguna vez conocieron al verdadero Manuel decían, entre susurros, que su mirada ya no era la misma, que sus ojos tenían un brillo frío, distante.

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