Una noche oscura y fría en Arte Café, donde el aroma a café recién molido se mezclaba con las sombras danzantes de las luces tenues. Bautista, el barista de siempre, se preparaba para cerrar. El eco del reloj de la pared anunciaba el final de la jornada, y solo quedaban el sonido del viento afuera y el leve goteo del grifo que se resistía a cerrar del todo.
En esas estaba Bautista, cerrando y apagando las lámparas, cuando de pronto, la puerta del café se abrió de golpe. ¡Pum! Un viento helado se coló con fuerza y junto con él, un hombre tambaleante, que apenas se sostenía de pie. Era Alberto, con la mirada perdida y el aliento impregnado en ron barato, tropezando con las mesas y las sillas.
—¡No, no, no! ¡Por favor, no cierre! —gritó Alberto con voz entrecortada, sus ojos desesperados como si en ellos se escondiera el secreto de una vida entera.
Bautista lo miró de arriba abajo, pensando en la cantidad de borrachos que había visto en su vida, pero había algo distinto en Alberto. Este no estaba pidiendo limosna ni un último trago de aguardiente; estaba pidiendo algo que ni siquiera Bautista podía entender.
—¡Siento que me voy a morir! —sollozó Alberto, y su voz tembló como el viento que azotaba las ventanas—. ¡Por favor, déjeme tomarme un café! Pero no cualquier café, no, señor. Quiero un café especial, uno que nadie jamás haya probado antes.
Bautista, con el corazón dividido entre la razón y la compasión, sintió que debía atender ese último deseo. “¿Y si es cierto? ¿Y si este hombre está por morir?”, pensó. Entonces recordó el cajón de abejas que horas antes su amigo Meliponio, el apicultor, había dejado en el café, diciendo que eran las mejores abejas de la región, productoras de una miel única, inigualable.
Con cuidado, Bautista abrió el cajón y extrajo un trozo de panal grande, dorado, que parecía brillar con luz propia. Decidido, limpió uno de los métodos que acababa de lavar y colocó el panal en su interior. De su alacena sacó el más preciado de sus cafés, un grano tan oscuro que parecía tener atrapadas todas las noches de las montañas cafeteras.
Con movimientos lentos, ceremoniosos, Bautista comenzó a verter el agua caliente sobre el panal. El sonido del agua al caer, ese "glup-glup" que resonaba en la cerámica, hizo que Alberto abriera los ojos como si hubiera visto un milagro. El vapor empezó a subir en espirales, llenando el aire de un aroma penetrante, profundo, que hacía vibrar las paredes del café.
—¡Una taza grande, bien grande! —gritó Alberto, ahora más lúcido que nunca—. ¡La más grande que tengas, Bautista, y si no hay, que la traigan de donde sea!
Bautista, sin decir palabra, tomó la taza más grande del café, una taza que había pertenecido a su abuelo, Don Miguel, y la colocó bajo el método. Cuando el último hilo de café goteó, una luz brillante emergió del líquido, iluminando todo el lugar como si fuera mediodía.
Alberto, con lágrimas en los ojos, gritaba cada vez más fuerte.
—¡Sirvamelo ya, ya, ya! —clamaba—. ¡En la taza grande, bien grande!
Bautista obedeció. Con manos temblorosas, sirvió el café en la inmensa taza y se la entregó a Alberto, quien la recibió como quien recibe un tesoro. La abrazó con tanto fervor que parecía que se derretiría en sus brazos.
—¡Miren, miren! —gritaba Alberto, eufórico—. ¡Miren lo que está a punto de suceder!
Con una inhalación profunda, aspiró el aroma del café como si quisiera guardarlo para siempre en su memoria. Primero por una fosa nasal, luego por la otra, después con ambas, hasta abrir la boca y absorber el aroma como si estuviera respirando la vida misma.
—Una cuchara, por favor, una cuchara —pidió, con los ojos brillantes y la voz cargada de emoción.
Bautista le entregó una cuchara, y Alberto, con la delicadeza de un alquimista, la sumergió en la taza y comenzó a sorber con fuerza. Tan fuerte, que el aire alrededor pareció agitarse, y las paredes del café temblaron.
—¡Mírenme, mírenme cómo me lo tomo! ¡Qué ambrosía! —clamaba Alberto, levantando la taza con ambas manos, tan grande que sus brazos parecían temblar bajo el peso—. ¡Mírenme! ¡Hay qué delicia! Gracias, señor, gracias.
Cuando finalmente terminó, bajó la taza con una sonrisa pacífica, agradeció a Bautista con una profunda reverencia y salió del café, perdiéndose en la neblina de la noche, cumpliendo su última voluntad.
Y cuentan los que pasaron por ahí esa noche, que el aroma de ese café especial nunca se desvaneció del todo. Que aún, en las noches de luna llena, un extraño perfume a miel y café recién hecho se filtra por las puertas cerradas de Arte Café. Y Bautista, desde entonces, cada vez que cierra su local, se queda un rato más, esperando a ver si un día, Alberto decide regresar.
Por: Juan José Molina Oquendo
CEO de Arte Café